lunes, 23 de enero de 2017

Encuentro con la Belleza (François Cheng)





¿Para qué hablar de la belleza si no es para tratar de hacer volver al hombre a lo mejor de sí mismo y sobre todo aventurar una palabra que pueda transformarlo?
    No se nos escapa el hecho de que mal y belleza no solo se sitúan en las antípodas, sino que también están a veces imbricados. Porque nada hay, ni la belleza siquiera, que el mal no pueda convertir en instrumento de engaño, de dominación o de muerte. ¿Sigue siendo “bella” una belleza que no esté basada en el bien?

Nos rendimos a la evidencia de que la unicidad del instante está ligada a nuestra condición de mortales; nos la recuerda sin cesar. Es la razón por la cual la belleza nos parece casi siempre trágica, atormentados como estamos por la conciencia de que toda belleza es efímera. Una verdadera belleza nunca sería un estado perpetuamente anclado en su fijeza. Su aparecer ahí, constituye siempre un instante único, es su modo de ser. Puesto que cada ser es único y cada de sus instantes es único, su belleza reside en su impulso instantáneo hacia la belleza, constantemente renovado y cada vez como nuevo.
    Dentro de la presencia de cada ser se establece una compleja red. En el seno de esta red se sitúa el deseo que siente cada ser de tender hacia la plenitud de su presencia en el mundo. Cuanto más consciente es el ser, más complejo se vuelve ese deseo, deseo de unirse al Deseo original del que se diría que procede el universo mismo. La transcendencia de cada ser solo existe en una relación que la eleva y la supera. La verdadera transcendencia está en el “entre”.



El universo no está obligado a ser bello, pero es bello. ¿Acaso la belleza solo es un exceso, algo superfluo, un añadido ornamental, o se arraiga obedeciendo a alguna intencionalidad? Nuestro sentido de un universo con sentido procede también de la belleza, en la medida en que este universo adopta siempre una orientación precisa, la de tender hacia la realización del deseo del estallido del ser que lleva en sí, hasta que certifique la plenitud de su presencia.

La verdadera belleza es la que sigue el sentido de la Vía, que no es sino la marcha irresistible hacia la vida abierta, un principio de vida que mantiene abiertas todas sus promesas. La belleza es algo que virtualmente está ahí, que ha estado siempre ahí, un deseo que brota del interior de los seres, o del Ser, cual fuente inagotable que se manifiesta como presencia radiante que incita a la aceptación, a la interacción, a la transfiguración.
    Es una manera de ser, un estado de existencia. La verdadera belleza es impulso del ser hacia la belleza. El deseo de belleza aspira a unirse al deseo original de belleza que rigió el advenimiento del universo, en la aventura de la vida. Cada experiencia de belleza, tan breve en el tiempo y sin embargo transcendiéndolo, nos restituye cada vez la frescura del albor del mundo.

Toda verdadera belleza tiende hacia la suprema armonía, emana armonía a su alrededor dispersando una luz benefactora. Cuando la autenticidad de la belleza se ve garantizada por la bondad, nos encontramos en el estado superior de la belleza, la que va en el sentido de la vida abierta. La belleza es la nobleza del bien, el placer del bien, el goce del bien. La bondad que alimenta a la belleza es exigencia misma, exigencia de justicia, de dignidad, de generosidad, de responsabilidad, de elevación hacia la pasión espiritual. La belleza como redención.




La verdadera belleza –la que adviene y se revela, la que es un aparecer que conmueve de repente al alma que la capta– es resultado del encuentro de dos seres, o del espíritu humano con el universo vivo. Y la obra de belleza, siempre nacida de un “entre”, es un tres que, al brotar del dos en  interacción, permite a éste superarse. Si hay transcendencia, está en esa superación.

Cuando, ante una escena de naturaleza, un árbol que florece, un pájaro que vuela graznando, un rayo de sol o de luna que ilumina un momento de silencio, de repente uno pasa al otro lado de la escena, se encuentra más allá de la pantalla de los fenómenos y siente la impresión de una presencia entera, indivisa, inexplicable y sin embargo innegable, como un don generoso que hace que todo esté allí milagrosamente, difundiendo una luz del color del origen, murmurando un canto nativo de corazón a corazón, de alma a alma.




El infinito buscado es efectivamente un in-finito. Ese vacío movido por el hálito encierra una espera, una escucha que está dispuesta a acoger un nuevo advenimiento, anunciador de un nuevo acuerdo. Para lograrlo, el artista, por su parte, siempre está dispuesto a sufrir dolor y tristeza, privaciones y pérdidas, hasta dejarse consumir por el fuego de su acto, dejarse aspirar por el espacio de la obra. Sabe que la belleza, más que un dato, es un don supremo de parte de lo que ha sido ofrecido. Y que, para el hombre, más que un logro, siempre será un desafío, una apuesta.
    En el seno de una obra, el hálito rítmico genera estructura, unifica, suscita metamorfosis y transformación. En los vacíos es donde se regenera y circula el Hálito. Estos vacíos dan respiración a una obra, puntúan sus formas y permiten que advenga lo inesperado.


La belleza atrae la belleza, la aumenta y la eleva. A partir de ahí, de mirada en mirada, el sujeto aspira quizá –si la inspiración se presenta– a un encuentro supremo, el que lo uniría a la mirada inicial del universo. Sin que necesite una creencia, siente quizá por instinto que ese universo, que ha sido capaz de engendrar seres dotados de mirada, debió de poseer también una mirada. Si el universo se creó, debió de “verse” crear, y de “decirse”: “es bello”, o más sencillamente: “esto es, efectivamente”. Si ese “es bello” no hubiera sido dicho, ¿habría sido el hombre capaz de decir algún día: “Es bello”?.


François Cheng – Cinco meditaciones sobre la belleza

jueves, 19 de enero de 2017

¿Quién soy yo? (David le Breton)




A veces, nuestra existencia nos pesa. Nos gustaría liberarnos, aunque solo fuera por un instante de las necesidades que esta conlleva. Darnos en cierto modo unas vacaciones de nosotros mismos para recobrar el aliento, para descansar.
    El placer de vivir no es fácil de encontrar. Muchos de nuestros contemporáneos aspiran a aliviar un poco la presión sobre sus espaldas, a suspender el esfuerzo necesario para continuar siendo ellos mismos al hilo del tiempo y de las circunstancias, siempre a la altura de las propias exigencias y de las de los demás.

En una sociedad en la que se imponen la flexibilidad, la urgencia, la velocidad, la competitividad, la eficacia, etc., el ser uno mismo no se produce de forma natural, ya no es suficiente con nacer o crecer, ahora es necesario estar constantemente en construcción, permanecer movilizado, dar un sentido a la vida, fundamentar las acciones sobre unos valores. La tarea de ser un individuo es ardua, sobre todo cuando se trata de convertirse en uno mismo. Y se encuentra solo en esta búsqueda. Mantener su lugar en el seno del vínculo social implica una tensión, un esfuerzo.

La velocidad, la fluidez de los acontecimientos, la precariedad del empleo, los múltiples cambios impiden la creación de relaciones privilegiadas con los otros y aíslan al individuo. El individuo hipermoderno está desconectado. El vínculo al otro ha dejado de ser una obligación para convertirse en algo opcional. Cotidianamente, la mayoría de las relaciones no exigen compromiso: la televisión, internet, los chats y los foros, el teléfono móvil son formas de estar sin estar y de liberarse de una relación con solo apagar la pantalla. Las tecnologías, aun estando en el corazón de la vida urbana, son en realidad medios de “apagar la calle” o para poner momentáneamente entre paréntesis la presencia del otro, incluso mientras se mantiene con él una conversación cara a cara. El individuo contemporáneo más que vinculado está conectado, se comunica cada vez más pero se encuentra con los otros cada vez menos, y de hecho prefiere las relaciones superficiales que comienzan y terminan según su voluntad.



Llamaré “blancura” a un estado de ausencia de sí más o menos pronunciado, a un cierto despedirse del propio yo, provocado por la dificultad de ser uno mismo; el yo desaparece. Mantiene su existencia como una página en blanco para no perderse o correr el riesgo de implicarse, de ser afectado por el mundo. Yace en la indiferencia de las cosas, el mundo le ha dejado de preocupar. Permanece en el limbo, ni en la vida ni en el vínculo social, ni del todo dentro ni del todo fuera.
    La blancura alcanza al hombre o la mujer cuando llegan al límite de sus recursos para continuar asumiendo su personaje. Viven entonces un momento paradójico para recrearse, hacer el vacío, despojarse de lo que se les ha hecho demasiado pesado. La blancura es un entumecimiento, un dejar estar que nace de la dificultad para transformar las cosas. La retirada del vínculo social y la indiferencia responden a una voluntad de ponerse fuera de juego, de liberarse de las pasiones comunes. El mundo se le hace extraño. Quiere dejar de ser alguien, despojándose de su existencia. Sigue allí, pero sin estar. Se ha despedido de su antigua personalidad, volviéndose deliberadamente irreconocible.

La blancura es esta voluntad de ralentizar o detener el flujo del pensamiento, una disminución de la energía que conduce a vivir al ralentí, en una suerte de postura zen de desapego absoluto. Ante los movimientos de un mundo que ya no es capaz de seguir, reivindica un derecho, la abstención, al silencio, a la supresión, al retiro. Se convierte en un ermitaño entre la multitud. Permanece en el circuito, pero ya no participa en él. Siente que ya no tiene nada más que ofrecer.
    En ciertos casos, la desaparición no es un excentricidad ni una patología, sino una expresión radical de libertad: la del derecho a colaborar manteniéndose a distancia. La blancura es también una virtualidad infinita, una fuente de renovación. No es la nada, el vacío, sino otra modalidad de existencia, que se teje en la discreción, la lentitud, la humildad. Esta blancura no es un estado duradero, sino un refugio más o menos prolongado, una suerte de esclusa de aire para poder respirar. Es quizá una fuerza, una energía a la espera de su inminente aplicación.




El individuo está siempre en proceso. El sentimiento de ser uno mismo, único, sólido, con los pies en la tierra, es una ficción personal que los demás deben sostener con más o menos buena voluntad. El individuo no cesa de renacer nunca. Las condiciones de vida lo cambian al mismo tiempo que él influye en ellas. Cambia para seguir siendo el mismo. La identidad no es solo lo idéntico, sino que es el paso, el transcurso. Jamás el individuo tiene acceso a una totalidad interior. Solamente conoce una delgada capa de consciencia que no ilumina más que una parte de lo que es. El individuo nunca llega a ser el autor de su existencia, no solo porque necesita insertarse en el seno del vínculo social, sino también porque él no conoce más que una parte de lo que es y de lo que hace.

No se trata solamente de ser sí mismo, sino de asumir las facetas exigidas por los distintos papeles que se suceden en la vida cotidiana. Nadie tiene un camino hecho de antemano. Todo individuo es un guardarropa lleno de personajes que se le pegan a la piel; no accede nunca la conjunto de sus personajes: no posee más que una vida, y no las infinitas vidas que habría podido vivir. La continuidad de sí no es finalmente otra cosa que una creencia necesaria para poder vivir. “Ser uno mismo”, a pesar de su resonancia familiar, nos es más que un sentimiento, un esfuerzo consciente.
    La narración de sí es un intento de reconstruir una unidad de su propia existencia, en una búsqueda de sentido y de coherencia. La identidad que el propio individuo se construye y se reconstruye a través de su narración es una ficción, pero se trata del único medio para acercarse a sí mismo. Para existir se ha impuesto la creencia de que es necesario poseer una consciencia, un Yo, una identidad, aunque sea complicado responder a la pregunta del “¿Quién soy yo?”.




El problema de la identidad se suprime en la vida ordinaria cuando las cosas fluyen con naturalidad y el entorno no para de confirmar que el individuo es realmente quien dice ser. El sentimiento de continuidad de sí en distintos roles y circunstancias no significa en ese caso ninguna dificultad. La identidad no es un problema hasta que deja de resultar evidente por sí misma; la ruptura puede venir, por ejemplo, de un acontecimiento social dramático. El individuo se ve obligado a redefinirse. El mantenimiento de la identidad no es ya algo natural, sino el objeto de una lucha interior.

Quizá algunas personas puedan decir al final de su vida que un fino hilo la recorrió de principio a fin, una especie de fidelidad así mismas, una coherencia, pero la mayoría conocerán en el transcurso de ella rupturas improbables, terminarán siendo irreconocibles para sí mismo y para los demás, y más bien lo que podrán decir es que a lo largo de la vida les han tocado varias vidas distintas. Toda existencia, hasta la más tranquila, contiene desde su inicio un número infinito de posibilidades que se actualizan a cada instante.


Algunas actividades brindan la posibilidad de descargarse de la erosión que ser uno mismo puede haber provocado, ofreciendo un tiempo de reposo, de sosiego, de vacío de sí. La escritura, la lectura, la creación de manera general, el caminar, el viaje, la meditación, etc., son algunos de los refugios de contornos menos afilados. Son lugares en los que nadie tiene ninguna cuenta que rendir, en los que se accede a una suspensión feliz y gozosa de sí, desvíos que llevan a uno mismo. Medios deliberados de reencontrar la vitalidad, la interioridad, las ganas de vivir.


David le Breton – Desaparecer de sí. Una tentación contemporánea

miércoles, 18 de enero de 2017

Espejos. Silencio Bar Sirena (Joaquín Romero Murube)




Espejos

El espejo es una de las pocas cosas que da todo lo que se le pide.

Hay espejos que sufren una verde, azulina, nostalgia del mar.

Los espejos no tienen más que un enemigo poderoso: el sol. ¡Qué lucha de rayos y fuego.

Es espejo es el hijo predilecto de la luz.

La profundidad en los espejos es la cuarta dimensión.

El genio es el hombre que llega a mirarse en el espejo del cielo.

Basta un espejo para desbaratar el mundo.

Los espejos son aficionados al espiritismo.

El cine es la vida que todos anhelamos fundida en un espejo.

Hay entre nuestras amistades una mujer deliciosa, desaparecida en sesgo, para siempre, por un espejo.

Los campesinos tienen miedo a la violenta desnudez de los espejos y los cubren con un traje de gasa rosa o celeste.

El hombre no sabe disimular el vicio femenino del espejo.

Los espejos tienen una intimidad cristalina de abuelas y antepasados inocentes.

Quien en su casa no tiene más familia que los habitantes de los espejos, vive muerto antes de morirse de verdad.

Los más bellos ensayos de suicidios se verifican en la guillotina del marco de los espejos.

Súbitamente se abren en el fondo de los espejos las más terribles interrogaciones.

Los cristales son espejos sin almas.

Existe el mártir de los espejos: Narciso.

En el río están los espejos atacados de prisa. El mar es el manicomio de los espejos. La luna, el camposanto de las lunas rotas y muertas de los espejos.

El espejo es el mayor enemigo de la soledad.

La única tristeza de los espejos es no tener voz.

Hay muertes ocasionadas por el veneno de los espejos: la de Venecia, entre otras.

Los espejos sitúan matemáticamente. Por eso la estética moderna puede ser definida como la estética del espejo.

La mujer que se vio en el primer espejo del mundo quedó privada de razón.

El Anticristo entrará en el mundo por la puerta del espejo.

El espejo es un encanto.

Un espejo sin luz produce la misma sensación que una mujer desnuda en la oscuridad.

Los espejos guardan el cadáver del aire.





Silencio Bar Sirena

El ocio me hace naufragar nuevamente, con la hora, el sol, la fiesta y la ausencia de tantas amistades y alegría, en este gran mar del espejo vecino, mar de la marinería de los licores, trasfondo y paisaje ultramarino adecuado a los aguardientes, a los cacaos, a los cócteles de química difícil. Naufrago en este mar seducido por la caricia del espejo desnudo, atraído, imantado por su serenidad absoluta de agua muerta o dormida que complementa, hasta el éxtasis, mi ocio, mi reposo, mi voluptuosa quietud. Yo, dios en este instante de la difícil soledad del bar, sobre la tierra, y, a un tiempo, en la superficie fiel, exacta y enemiga del espejo vecino, me ahogo, sumergiéndome poco a poco, con lentitud majestuosa, en la hondura del agua imaginaria, lecho de cristales de plumas, cárcel infinita del aire y de la luz. ¡Qué placer en la tarde de este domingo, atravesada en la semana como un folleto molesto entre nuestros libros buenos, sumergirse, hundirse, nadar, subir, bajar, flotar, jugar –tan inmóviles– sobre el agua del espejo, en el mar de la licorería rara, bogando hacia la isla de los whiskys con el motor de un sueño viajero! Es este uno de esos espejos nostálgicos que enjaulan al aire limpio, que biselan y rompen con su friso de agua verde o azul la simetría perpendicular y hostil de las paredes y los techos, y que en los fondos, hondos, guardan –doblados, torcidos como suicidas al comenzar la suerte del balcón a la calle; sobre el aire, o mejor, fuera del aire, del espacio normal– guardan, digo, estos espejos entre sus elásticas paredes a todos los paseantes del bar, trasegantes buscadores del ajenjo, los magnetizados por la copa verde, áurea o negra del licor de las madrugadas, los hombres buenos, santos, patriotas, del “mitad y mitad”, bocadillos de jamón, limonada, pastel, o –mejor gente todavía– seltz y visual a la adolescente cajera enjaulada. Todo, el gesto, y el trago, la mirada y la palabra, el cuerpo y la sombra, la voz y el eco, la rosa y el deseo, el humo, el silencio y hasta el ángulo de los huidizos pensamientos, todo queda hundido en el fondo del espejo del bar, ahogado en sus inclinadas aguas muertas, aguas verdeantes, aguas relucientes, aguas plateadas por el cuajo de tantas calmas y serenidades. Por este mar fingido de la pared del bar arriban los grandes navíos que llenan de humo y tropicales esencias los ámbitos poblados de presurosas gentes; por este gran espejo comienzan el desnivel y el desorden arquitectónico en las mareas de las altas borracheras de todos los Santiagos de todos los meses; por él huye ese hombre negro –luto en silencio– que desaparece sin que nadie lo haya visto salir por las puertas, y en sus aguas, por fin, se suicida también el adolescente que llega al final de una espesa noche de mayo, trémulo, sombra del horror, con los ojos encendidos en amores contrarios, horribles, porque el mundo se le ha abierto de pronto en el fondo de un misterio repugnante, y bebe el aguardiente más fuerte, el aguardiente de los grados infinitos que insensibilizan hasta el vértigo de los ojos, y lo arroja a uno al mar del espejo o a cualquier otro mar: indiferente.





…-¿Un rumor? ¿Agua? ¿Luz?... ¡Cuidado, cuidado! Abramos bien los ojos… ¡Sí, sí, en el mar, por la orilla, por la orilla del mar!... ¡Quietos! Sí, una sirena… una sirena… ¡¡Quietos!! Ha nacido, como la aurora., del silencio y la sombra… Una sirena, una sirena auténtica. Ha aparecido por el ángulo norte del espejo, digo del mar, por donde debe caer justamente el meridiano de Los Ángeles, de Hollywood… ¡Una sirena, sí, una sirena!... Ahora se sienta al borde las aguas. Se parece, claro, a todas sus otras hermanas, sirenas de la sombra: verdes los ojos y justa, fina la nariz sobre los labios frescos, frutales, llenos., y el cabello gris, áureo, rubio, revuelto, movido, arremolinado por la brisa marinera del anclado bar… ¡Qué alegría! El domingo me ha traído como regalo encerrado en la más difícil de sus horas, una sirena… ¿Habrá sobre el haz de la tierra persona alguna con mayor felicidad que la mía? ¡Una sirena de pintados labios y de ojos…! ¿cómo son los ojos?... ¡Qué felicidad! Yo oiré su canto pérfido y acabaré de morir, consciente –hombre moderno– de mi bello engaño, hecho mi cuerpo sombra apasionada de su huida. ¿Por dónde al mar de la sirenita? Ahora bebe una copa de pipermint… Ahora me mira: siento sus ojos clavados en mí –¡qué deliciosa muerte! – y tengo que correr los míos por el horizonte marino del espejo, en huida confusa, para no ahogarme prematuramente de miedos e impaciencias… ¿Por dónde a ella? ¿Por dónde a sus palabras, a sus ojos, a sus labios?.. Pero… ¿y la sirenita? ¿Dónde está ahora la sirena? ¿Ni sombra ya de su estancia? ¿Mar fingido, mar solitario otra vez? ¿Soledad?... ¡Soledad, sí, soledad llena de femenina ausencia!

(Se ha tornado todo el placer de las aguas en veneno, borrasca de la tarde. Hay que huir lejos., pronto, de estas playas, testigos de mi felicidad y de mi engaño. Hay que huir para sanar de la herida de la sirenita. Huir, huir, huir…)


Y luego, mientras el tranvía en su huida ciega y torpe me enseña, a través de los cristales de su japonesa arquitectura, la ciudad despoblada, tierna y amarilla de la tarde del domingo, doy gracias a mi señor don Apolo, director del trust de las liras azules, por haberme hecho poeta desde esta tarde, poeta verdadero, poeta terriblemente auténtico que ha gozado la presencia de una sirenita en el fondo marino –¡ay qué lejanía! – del espejo de un bar americano.


Joaquín Romero Murube – Sombra apasionada

miércoles, 11 de enero de 2017

Reencuentros


Hurgando casualmente en un cajón encontré una vieja y raída carterita en la que, revueltas en una mezcolanza de carnets, certificados, tickets de metro y autobús, servilletas de papel con nombres y números de teléfono ya ignorados, listas de compra, tarjetas de visita, una hojita de mini-golf, calendarios y alguna poesía  conocida escrita en cuartilla…, encuentro estas cortas reflexiones que reproduzco a continuación y que tenía completamente en el olvido. Debí realizarlas entre 1980 y 1981, lo deduzco por su oscuro y enigmático lenguaje; algo posterior será el poemilla a la primavera, algo más claro y esperanzador. Aún hoy me estremezco un poco al releerlas, como si hubiera sido otro su autor, suplantándome.






Diagnosis

No tener nada que envidiar.

Por eso mismo,

por no tener nada.

Solo yo y mi vida




Sin las mínimas precauciones me pongo a investigar la clave sincera de mi estancación, ambiguamente irascible, distorsionada. Mas no sé qué otras almas de entre mi ajuar podría utilizar para confeccionar el fetiche elegido para el deambulamiento callejero.
   Y es el encierro voluntario el que provee con más intensidad de visiones reales. Para aumentar la discordia, comparto la grisácea vida mundana, sumido ampliamente en mi relatividad y logicismo con los que abatallo las decenas de rayos que eructan los cuerpos por emanaciones intensas de sentimentalismo de presos y roñosos seres.





Al ultimar mis teorías sobre sentimientos escapatorias del sistema, me he sentido ya vivaz y danzante, en el estricto confín de mi satisfactorio silencio. Los resultados no son, por ahora, tan felices como esperaba, ya que mis formas de contacto persiguen la dicha en su inestabilidad, y no penetro en la especie de sumario particular de cada conocido con firme propósito, y no más lejos del ridículo renazco solo por mí, aunque espero obtener mejores victorias en cuanto inicie la decrépita cruzada contra casi todo.
    Más cerca todavía que esa  absurda anticipación se encuentra la mera posibilidad de escape vista en su obtención completa. Y antes de eso, la intención controlada, totalmente voluntaria, como antecesora de cualquier suceso auténtico, firme, sensato e interrogativamente positivo…







Por esa loma de la montaña verde y ocre,
por esas hojas del naranjo y el almendro,
por la cara alegre de la naturaleza entera,
por ahí se ve venir nuestra amiga eterna,
de siempre con su frescura; ¿vienes ya, primavera?

No te retrases, porque caería en nosotros la pena.
No vengas vacilante y temerosa, que cantaremos
y viviremos contigo, para llenarnos de vida.
Te regalaremos nuestras almas felices y dichosas.
Te necesitamos como el amante a su amor.

No te retrases, primavera, porque todo será noche.
Llama a nuestro corazón sin olvidar sus penas

y perfúmalo con tu amoroso mensaje.